Editorial
Educación sin consenso
| Actualizado 10.05.2013 - 01:00
LA jornada de huelga convocada ayer en todos los niveles de la enseñanza tuvo un seguimiento desigual,
mayor entre los estudiantes que entre los profesores, y con más
participación en las manifestaciones que en el paro mismo. La huelga
pretendía ser el catalizador del malestar generado en diversos sectores
sociales por la reforma elaborada por el equipo del ministro de
Educación, José Ignacio Wert, que supondrá, si se aprueba como está, un
cambio sustancial en la enseñanza española. Le Ley Orgánica de Mejora de
la Calidad Educativa (Lomce) viene a implantar, en efecto, un nuevo
modelo del sistema educativo. Será, en su caso, la octava legislación
educativa desde la llegada de la democracia, y éste puede ser su mayor
defecto, que no es sólo suyo: es inconcebible que la política española
no haya sido capaz de articular un sistema de enseñanza duradero, y muy
perjudicial que casi cada gobierno se haya creído en la obligación, y el
derecho, de imponer sus propios puntos de vista y premisas en la
organización y funcionamiento de las aulas. El reto al que Wert intenta
dar respuesta es el de la calidad, ya que el elemento de justicia y
racionalidad que ha supuesto la universalización de la enseñanza no se
ha visto acompañado por el logro de una enseñanza cualitativamente
aceptable. Ahí están las elevadas tasas de abandono y fracaso escolar en
los niveles no universitarios y la falta de éxito de las enseñanzas
superiores, sobre todo en su relación con la inserción en el mercado
laboral de unos profesionales bien formados. Algunas de las medidas
contempladas por la reforma Wert van en la buena dirección, como la
vuelta de las reválidas, el adelanto de los itinerarios, la
especialización de los centros y, en general, la prima que se otorga al
esfuerzo y el mérito, dos de los grandes olvidos del sistema durante los
últimos años. Otras, por el contrario, parecen imposiciones derivadas
en ocasiones de una motivación más ideológica que pedagógica, como son
la privación de preeminencia legal a la escuela pública o la
recuperación de la materia alternativa a la asignatura de Religión. Lo
que se repite, en todo caso, es la desdichada idea de que cada partido,
cuando accede al poder temporalmente, se sienta en el compromiso de
llevar a la práctica su propio y excluyente modelo, y lo haga sin contar
con la colaboración de los docentes y sin el consenso de toda la
comunidad educativa. Es lo que da a cada reforma una condición de norma
efímera, incompatible con las necesidades de una sociedad desarrollada
que exige un sistema educativo con valores permanentes y alejado de los
vaivenes partidistas. Tampoco debe ser tan difícil ponerse de acuerdo en
cuatro o cinco grandes líneas de actuación en la enseñanza.
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